el campeón

19 mayo 2013

Cuento de hadas en Nueva York, cap. 15

15

Cornelius Christian se aleja de la sucursal oeste del señor Vine caminando por la calle. Mira el resplandor del sol que se derrama sobre esta larga avenida populosa. Camiones y ómnibus detenidos por las luces del semáforo. Me paro junto a la multitud que se amontona esperando para cruzar la calle.
Christian se detiene en la acera. Una enorme foto sonriente de un hombre sentado y encadenado a un huevo. Tras los cristales de un banco. Sobre el cual flamea la bandera de este país, roja, blanca y azul con estrellas y franjas. Sobre las cabezas que pasan decoradas con caras. En las cuales Vine asegura que puede leer la trayectoria de una vida entera. Durante el período secundario de flaccidez que sucede al rigor mortis. Aquí hay un bar automática. tomaré un poco de leche y comeré un pedazo de pastel mientras me preocupo. Pensando qué haré para conseguir otro empleo.
Una mano sucia y tostada por el sol sobre el brazo de Christian. Un transeúnte andrajoso, el abrigo cerrado hasta el cuello y fuera de él una corbata manchada de sopa con algunas franjas claras. Los zapatos deformados y rotos. Cuando habla muestra encías de color rojo oscuro que sostienen dientes amarillos.
—Eh, muchacho, ¿no le sobra una moneda?
—No, lo siento.
—Una moneda. Eh, vamos, ayúdeme.
—La necesito para mí.
—Bueno, al menos es franco. Pero tengo que conseguir una moneda.
—Para qué.
—Para tomar una taza de café.
—Lo lamento.
—Muchacho, es una obra de caridad. Lo hará sentirse mucho mejor.
—Ya me siento bastante bien.
—Muchacho, si tuviera algo para darle se lo daría.
—Está bien. Cuénteme la historia de su vida.
—¿Para qué?
—Porque se la pagaré.
—¿Quién le dijo que estoy en venta?
—¿Quiere una moneda o no?
—La historia de mi vida cuesta más que eso.
—Está bien, dos monedas.
—Muchacho, para qué quiere saber la historia de mi vida.
—Para qué quiere dos monedas.
—Para pagarme una taza de café y un bizcocho.
—Bueno, yo quiero saber la historia de su vida para que se me paren los pelos de punta.
—Usted debe ser un pervertido. Pero por lo que me pide tiene que pagarme un dólar.
—Le daré medio dólar.
—¿Qué? ¿Cincuenta centavos por la historia de toda mi vida? Si vale una fortuna.
—Adiós, entonces.
—Eh, espere un momento, muchacho. Déme veinticinco centavos y le diré dónde nací.
—No. Quiero la historia entera.
—Me llevará una hora contársela.
—Tengo tiempo.
—No puedo contársela aquí, en medio de toda la gente.
—Está bien. Entremos en el bar. Le pago una taza de café.
—Eh, muchacho, si entro allí con usted y tomamos una taza de café me perderé todas las monedas que podrían darme los tipos que no me pedirían la historia de mi vida. Tiene que ser razonable. Hay que pagarme el tiempo perdido y los gastos generales.
—Tiene que arriesgarse.
—Muchacho, con el tipo de vida que llevo, arriesgarme es como tirarme por el Gran Cañón con un nudo corredizo en el cuello. ¿Qué diablos le pasa? ¿Para qué quiere la historia de mi vida?
—Todavía no lo sé. Me estoy arriesgando.
—Muchacho, le haré una propuesta. Sea un buen tipo y déme esa moneda que le pedí. Y mañana nos encontramos aquí a la misma hora.
Christian le mira los ojos. Apenas necesitan un retoque. Sería fácil rellenarle las mejillas. Un buen champú, una peinada, una afeitada al ras y quedaría espléndido en su ataúd. Después unas plañideras... Quizá saliera corriendo una cucaracha de su cuerpo. George me contó que una vez vio una escapando por el borde de la mesa de embalsamar. A Vine le dio un ataque de furia y empezó a romper frascos contra el mármol de la mesa sin acertarle a la cucaracha. Lo único que consiguió fue llenarse de formol. 
—Eh, mire lo que está pasando mientras charlo con usted. Las limosnas que estaré perdiéndome... Toda esta gente que pasa y que podría darme hasta veinticinco centavos... Y yo estoy aquí parado sin ganar plata y hablando con usted. Una buena manera de arruinarme.
—Quiere decir que no está en la ruina.
—Un minuto, muchacho. No tengo por qué hablarle de mis finanzas.
—Por qué no.
—Dios mío, ya me he perdido dos docenas de posibilidades. ¿Se da cuenta? Imagine que no le he pedido nada. ¿Qué le parece si le doy una moneda, usted se va por su lado y yo por el mío? ¿No es una buena idea?
—Muy bien.
—Carajo, esto es una locura. Qué clase de mundo sería este si todos fueran como usted. Aquí tiene. Tómela.
—Gracias.
—¡No me dé las gracias! ¡Gracias a usted!
Christian se desliza la moneda en el chaleco de tweed oscuro. Pasa frente a una verdulería. Los ajíes verdes, los carnosos tomates rojos y amarillos, las berenjenas purpúreas, las frutas apiladas en la calle. Se compra una manzana. Con una moneda. La otra es para un llamado telefónico.
Christian entra en una farmacia. Armarios de vidrios atestados de arriba abajo. Olores a jabón, pasta dentífricas y polvos en sus brillantes envolturas. Un hombre de bigotes con chaqueta blanca. Sonríe tras sus anteojos. Dichoso frente al escaparate donde mezcla las drogas. De su depósito de sabiduría. Los clientes entran con la tez amarilla, el tipo receta una píldora azul y los clientes salen de color verde. Ayuda a absorber los rayos solares. Ahora está explicando algo a una mujer que examina un cepillo de dientes: el año pasado los dentistas decían hay que cepillarse de arriba abajo, este año dicen que hay que hacerlo sólo de abajo hacia arriba; lo mejor será cepillarse en círculo hasta que se decidan.



Cuentos de hadas en Nueva York, J. P. Donleavy.
Buenos Aires: Sudamericana, 1986 (3ª edición).

Traducción de Enrique Pezzoni

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